“El amor es lo único que somos capaces de percibir que trasciende las dimensiones del tiempo y del espacio.”

19.05.2020

En un futuro quizá no tan lejano con el planeta a punto de la extinción, el ser humano (o parte de él) imagina la posibilidad de su salvación. La idea es simplemente abandonar el hogar de la Tierra, y como no hace mucho le contaba Stephen Hawking a Pablo Jáuregui en estas mismas páginas, buscarse otro lugar. Mejor quizá.

La película está construida como las odiseas, cualquiera de ellas. Da lo mismo que se trate de la aventura equinoccial de un hombre que intenta regresar a su casa después de una guerra, que del periplo de un pobre borracho y mentiroso a través de un día (pongamos el 16 de junio de 1904). Un hombre debe ahora poner en orden el universo íntimo y encerrado en el vínculo que le une a su hija con el que le condena a vagar por la inmensidad del espacio en busca de un refugio para la especie que representa.

Y así, en el cuerpo destartalado del cada vez más grande y afónico Matthew McConaughey se concita el más universal de los cometidos al lado del más personal de los desafíos; lo más grande y lo más pequeño. Y ¿cómo unir los dos puntos? No queda más que doblar la hoja. De nuevo, todos juntos, el agujero de gusano.


El espectador es arrastrado por las geografías desoladas de universos helados (incluidas las nubes solidificadas en la estratosfera) a la vez que viaja por mares inmensos tapizados por el dolor inconsciente de unas olas descomunales. Mientras, la Tierra es consumida por mareas bíblicas de polvo con el aspecto de una pesadilla compartida. Si la prosa de sonajero les agobia, no me culpen. No hay forma de encerrar la maravilla de una imagen visceral y enfebrecida en el traqueteo lineal de unos párrafos ciegos y en blanco y negro.

Como ya hiciera en 'Origen', una película nunca suficientemente alabada, la narración se precipita por la retina del espectador encapsulada en historias que discurren dentro de historias. Si entonces el tiempo de los sueños que discurrían dentro de otros sueños se distorsionaba y ese mecanismo facilitaba algunas de las secuencias montadas en paralelo más espectaculares del cine de todos los tiempos, ahora es la propia naturaleza no absoluta del tiempo lo que facilita al director su máquina para montar trampantojos.


Y aquí conviene hacer un pequeño excurso. Antes incluso de que Stephen Hawking (¿o era Einstein?) se esforzara en hacernos entender la necesidad de abandonar la noción de tiempo absoluto una vez que se acepta el principio de equivalencia (no me miren así), la ciencia-ficción era un género inocente. Las naves, con o sin marcianos, viajaban a velocidad superluminal (tal cual) por la imaginación de cualquier aficionado al género fantástico. "El espacio, la última frontera", se escuchaba con cada episodio de Star Trek. Pues bien, olvídense. El último enigma por resolver es el tiempo o, mejor, la posibilidad de viajar a través de él como se hace a través de la planicie inmaculada de La Mancha, por ejemplo.


Y sobre ese presupuesto construye 'Interstellar' el andamiaje completo de su narración. A la vez que nuestro astronauta viaja por el extrarradio del universo, la Tierra y los allí residentes envejecen. Todos, incluida la hija del héroe convertida en una inmensa, de nuevo, Jessica Chastain. ¿Y si el tiempo, o los folios, se plegaran en una especie de cubo de Rubick de dimensiones infinitas de forma que el ser humano pudiera acabar por ser un extraterrestre para sí mismo? Si la pregunta no queda clara, no se preocupen. Ya habrá tiempo. Todo es cuestión del tiempo y de tiempo.

El virtuosismo de Nolan consiste en mantener la mirada atenta. Se quejaba Kubrick cuando empezó a idear '2001, una odisea del espacio' que el género de ciencia-ficción apenas había tenido antes de él dos películas importantes ("no ridículas", decía). Se refería a 'Metrópolis', de Fritz Lang, y 'La vida futura', de William Cameron Menzies. Le molestaba profundamente al director de Nueva York la simplicidad naïf, con sus marcianos y sus platillos volantes, de las producciones de los 50. Y por eso, o contra todo lo anterior, diseñó su gran metáfora del límite. Pues eso es '2001...', la imagen del hombre enfrentado a su fin. Tan pomposo y arrebatador como suena.

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